“¿Te arrepientes de algo?”. Le preguntó Adrián Fus a su abuela. La anciana, postrada en la cama inmaculada de aquel frío hospital, susurró unas palabras entrecortadas en respuesta. Luego murió. Con la mirada de los niños expósitos grabada en el rostro y las diez primaveras recién cumplidas, guardó esas palabras en el mismo rincón de la memoria en la que se han de ocultar las confesiones nunca expresadas, los sentimientos no compartidos.
Y fue en verdad sorprendente como aconteció que, en apenas un verano tras la muerte de la honorable abuela, del cabello negro azabache de Adrián Fus brotaron salpicaduras blancas y, alrededor de sus ojos del color del Atlántico, unas arrugas que parecían ser la herencia de la amada abuela difunta, una suerte de álbum de recuerdos, que reclamaba su lugar. De entre todo lo que había aprendido de la anciana, sus últimas palabras emergían como una evidencia de las limitaciones de la imaginación.
Tal era el misterio que emanaba de ellas que Adrián Fus se había labrado una carrera de escritor, impecablemente estructurada, ejercida desde el mismo pueblo en el que se había criado, solo con el propósito de distraer a su mente con palabras que no fueran aquellas últimas. Diariamente, se despertaba antes del amanecer y se sentaba en su escritorio para después salir a pasear junto a su perro, Ataxerxes, en la playa de La Viuda. Siempre a la misma hora, justo después de las tres de la tarde. Era tan invariable su rutina que la señora Lupe, la vecina de la casa contigua sabía que era la la hora del café porque oía la monótona voz de Adrián: Fus decir siempre lo mismo: “Ataxerxes, ¡es la hora!”.
Pero aquel día, Lupe no escuchó ninguna exclamación. Ni al siguiente. Al tercero llamó a la policía. Algo había sucedido con Adrián Fus. Los vecinos barrieron toda la zona, incluido El Socorro, pero no encontraron nada. A la semana, entraron en su casa. No les fue muy difícil, ya que ningún vecino solía dejar la puerta cerrada en la aldea.
En el interior, se amontonaban todo tipo de baratijas, de cuadros, fotografías y enseres. Aquello parecía el museo de toda una vida.
Junto al escritorio, hallaron un pequeño cuaderno de piel con lo que parecía una carta náutica y el texto “Ruta de los Alisios”, que no dudaron en abrir para encontrar una frase repetida de principio a fin que no lograron comprender: “De haber pasado la vida en un mausoleo”. ***
A cien millas de distancia, en medio del Atlántico, Ataxerxes dormitaba mientras Adrián Fus observaba el horizonte desde aquel velero. Fue entonces cuando no pudo contener una vieja letanía: “Adrián Fus, ¡es la hora!”