Nunca pensé que me despediría de ti, tú, mi relación más larga, la más tóxica. Tú que me has proporcionado algunos de los momentos más inolvidables de mi existencia, al menos de la que recuerdo hasta la fecha. Tú que me has acompañado en mis inseguridades pero que también me has generado muchas más. Tú. Única en las noches. Más aún en los días. Tú que me has hecho temblar, que me has provocado el mayor de mis insomnios, la más destructiva de las ansiedades. Tú que te acercaste a la tierna edad de mis quince años, que me diste el más adictivo de los muerdos, el mayor placer que había experimentado hasta entonces, el más tranquilizador. Tú que conseguiste que me acercara más al mundo terrenal, a los placeres de lo banal, que me sintiera más parte del resto de los mortales.
Has estado ahí casi, casi desde el principio y, desde luego, conseguiste que desbloqueara gran parte de mi potencial, que conociera cosas de mí que ni pensaba que existían. A través de tus ojos me descubrí más sensual de lo que había sido nunca, la más creativa, la que podía con todo y la que no temía absolutamente a nada. Ni a nadie. Tú me ayudaste a mostrarme al mundo como nunca antes lo había hecho y, si Sarona, tú fuiste mi verdadero gran amor. Porque, ¿hay algo que caracterice más al amor que el enamorarse de lo que el otro ve en ti por encima de lo que realmente se es?
Por desgracia, el tiempo lo cambia todo, lo envejece todo, y tú y yo envejecimos más y más rápido a medida que la veintena iba quedando atrás hasta hundirnos en las arrugas del desvarío.
Ahora, cuando me veo reflejada en tus ojos, en esos ojos verdes y perpetuamente envueltos en nebulosas, ya no alcanzo a vislumbrar esa imagen de mí, esa deificación de esta “dramatis persona” sino que lo único que queda de toda aquella maravillosa limerencia es una perpetua insatisfacción, un eterno retorno a la nada, la burlona faz del pasado que tratamos de representar una y otra vez para no enfrentarnos a una dolorosa realidad que nos agrede.
Cuando todo se termina, parece como si nunca hubiera existido. Las frustraciones se dejan de lado, los desencuentros, la vergüenza, las afrentas se esfuman como pompas de jabón en contacto con el aire. Entonces se es consciente de lo efímero de los grandes amores, de esos amores “eternos” que se deberían entrecomillar profusamente para no pillarse los dedos en cuanto terminen. Porque, amigos míos, terminan. Eternamente terminan.
Poco queda ya de los amantes que una vez vivieron una religión, una fe, cuando ese amor que era eterno finaliza. Y ahora, lo veo claro: todos los amores son eternos hasta que se terminan pero el nuestro no fue como los otros. No fue un amor de dos. Fue una niña tonta, ahora ojerosa y arrugada, que sostiene en su mano una botella de vodka a la que ha consagrado los mejores años de su vida. Esta relación, este primer amor con la persona que creía que quería ser, observada atentamente a través de un vaso de vidrio, ha terminado.
Bye Sarona.